sábado, 10 de marzo de 2007

Elogio de la biblioteca


Desde siempre he sido usuario de las bibliotecas públicas. Cuando era niño encontraba en ellas un espacio en el que podía refugiarme de la brutal realidad; más tarde, cuando estudiante, paliaron de manera eficiente mi menguada economía. Pero siempre, de una u otra manera, han estado presentes en mis entusiasmos e inquietudes. Nunca estuve dispuesto a ver en ellas sólo un espacio físico dispuesto a ofrecer unos conocimientos determinados que perdían vigencia al término de un trabajo. En ellas, muchas veces me descubrí presa de hechizos y embrujos, de situaciones descabelladas o francamente inverosímiles, pero siempre bellas.

Fue en la biblioteca pública de mi pueblito, allá por 1987, donde descubrí por primera vez uno de los aspectos más naturales de la sexualidad, pero que a mí me cayó como cubetada de agua fría. Como todas las tardes, aquel día no entré a la escuela para tener la oportunidad de hojear algunos libros. Y, como algunas tardes, aquel día el bibliotecario había salido a platicar con la secretaria de la recepción sin tener la delicadeza de dejar a alguien a cargo. Por lo demás, es verdad que mi simpatía por las ciencias nunca ha sido lo suficientemente poderosa como para inclinarme a estudiarlas con un rabioso entusiasmo, pero por aquellos días estaba encandilado con una enciclopedia en la que se narraban las vicisitudes de un androide llamado Proteo. Ilustrada como si fuera una historieta, la enciclopedia pretendía proporcionar lecciones de biología o física, por ejemplo. Lo cierto es que yo no entendía demasiado, pero lo disfrutaba enormemente.

Aquel día, sin embargo, había ocurrido algo inusual: se encontraban reubicando la colección y los libros no estaban en su sitio de siempre. Así que me puse a mirar con detenimiento los lomos de los libros que había por ahí y de pronto, sin saber bien por qué, comencé a hojear un tratado de ginecología profusamente ilustrado. Recuerdo muy bien en qué momento de la lectura me encontraba cuando el bibliotecario se aproximó a mí sin que me percatara: eran las fotografías de un parto. Su voz, que en ese momento me pareció entre inquisitiva y maliciosa, me obligó a salir corriendo y el pudor me impidió regresar por lo menos en quince días.

Recuerdo todo esto porque la tarde de hoy estuve en una de las mediatecas del ayuntamiento donde vivo. No es de las más grandes que hay en Madrid, pero la cantidad de libros, discos, cd-rom y películas hacen palidecer a cualquier otra biblioteca mediana del Distrito Federal. Pienso, por ejemplo, en esa misma biblioteca de la que hablaba hace un momento, en Santa Rosa Xochiac, pequeña pero tan bien gestionada. O en aquellas otras, las de la delegación Cuajimalpa, en las que diversas administraciones de gente ignorante han contribuido a desaparecer excelentes libros. Pienso en lo poco que las visitan, en el desdén con que las tratan las autoridades (in)competentes, en el poco valor que representan para las personas que tienen el privilegio de poder comprar libros y resguardarlos, a salvo de lluvia, humedad e incluso polvo.

Disfruto que aquí me permitan llevar a casa, durante un mes, hasta cuatro libros. Y que el material audiovisual me lo presten durante una semana sin ningún inconveniente. Qué distinto, qué lástima, de nuestras bibliotecas públicas. Cuando era adolescente intenté que me prestaran algunos videos de National Geographic decenas de veces, sin ningún éxito. Y ahora lo confieso sin ningún pudor: muchas veces tuve que robar lo que no me prestaban porque no me acompañaba un adulto o no había quién se hiciera responsable de los préstamos.

Sí, y aún así, yo amo las bibliotecas. Pero no me gustan esas bibliotecas de estantes cerrados donde los libros están cautivos y uno llega a ellos después de recomendaciones académicas o una bibliografía elemental. Prefiero, sobre todas las cosas, la aventura, el descubrimiento azaroso, la revelación. Así, mis bibliotecas preferidas son aquellas en las que los estantes están abiertos a quien quiera echar un vistazo. No hay nada como pasearse entre los pasillos silenciosos, entre anaqueles horizontales, en penumbra, mientras decenas de lomos esperan pacientes nuestra atención. No miento si afirmo que ha sido así como he hecho algunos de los descubrimientos más intensos en mi vida como lector. En las modestas bibliotecas públicas de mi país descubrí los gozos y las sombras de los poetas que son, quizá, los amantes más intensos que ha habido. Me refiero, por supuesto, a Catulo y a Propercio, a Jaime Sabines y Pablo Neruda, a Pedro Salinas. Fue en una biblioteca pública donde leí por primera vez a Herman Hesse y a Herman Broch, a Marguerite Yourcenar y a Julio Cortázar, a Juan Rulfo y a Mariano Azuela, a Kavafis y a Rilke...

Pienso en las últimas líneas de esta noche y me detengo un momento a mirar la mesa de trabajo. Sobre ella hay cuatro estuches de discos. Todos están gastados. Se adivina que una cantidad incalculable de manos los han tocado con descuido o los ha acariciado; muchas personas habrán leído con detenimiento o prisa los títulos de las canciones y quizá, tras pensarlo un poco, se habrán dirigido hacia los sillones donde podrán escucharlos con calma gracias a un sofisticado equipo de sonido con audífonos. Se trata de música que no tiene nada en especial, de nombres que podrían decir poco o nada a muchísimas personas. Ron Carter, Charlie Haden, Pat Metheny, Paul Desmond, Chano Domínguez. Nombres que desconcertarán a quienes no los conocen como a mí me desconcertaban (me desconciertan) las bibliotecas -que han dejado de convertirse en ominosas por confusas y ahora lo son por inagotables. Y sin embargo, cómo me gustaría que ese desconcierto se incrementara y que estos discos, estos libros, se pasearan por muchas manos más, igual de inquietas y ávidas como el niño aquel que iba a las bibliotecas para refugiarse de la brutal realidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por azar navegante llegué a tu blog y a este elogio de la biblioteca, que no de la sombra borgeana, que te agradezco haberme dado oportunidad de leer.


Saludos...