La viñeta de Peridis en El País del jueves 9 de
agosto es sumamente elocuente. En ella, el trasunto de Mariano Rajoy sostiene el
hacha de los recortes presupuestarios mientras se dirige a un grupo de
inmigrantes diciéndoles que es más barato estar en casa que enfermarse en España. La
respuesta, una acusación, desde luego, es que se trata ni más ni menos que del “efecto
patada”, aunque “más patadas da el hambre”.
Mediante un simple juego de palabras, del “efecto
llamada” al “efecto patada”, Peridis enlaza dos momentos clave en los últimos
años en España: el rechazo del Partido Popular a la regularización masiva de
inmigrantes durante la primera legislación de José Luis Rodríguez Zapatero en
2005 y la iniciativa de la actual administración de suspender la atención
sanitaria a los inmigrantes irregulares en España a partir del 1 de septiembre.
Las condiciones económicas del Estado español son diferentes en uno y otro
momento, pero el discurso del Partido Popular siempre ha sido el mismo.
La VIII Legislatura de España en democracia, la
primera de Rodríguez Zapatero como presidente del gobierno, se caracterizó por
una serie de iniciativas que sin ningún tipo de duda pueden calificarse de ejemplares
en el ámbito de los derechos laborales y sociales: incremento del salario
mínimo interprofesional, matrimonio homosexual, igualdad de género y rechazo de
la violencia doméstica, ley de dependencia y, por supuesto, regularización
masiva de inmigrantes.
Como es lógico, la regularización masiva de
inmigrantes tenía entre sus intenciones centrales beneficiar a la sociedad y al
Estado españoles mediante la regularización laboral y, por lo tanto, el aumento
en la contribución a la seguridad social y la erradicación de un importante
sector de la economía informal. A pesar de ello, la oposición interpretó dicha
iniciativa como un motivo para que España se convirtiera en receptor de oleadas
masivas e incontroladas de inmigrantes irregulares que desquiciarían los
servicios públicos, saturándolos y por lo tanto degradándolos.
Algunos de sus argumentos adicionales eran que dicha
regularización contradecía las iniciativas del resto de los países europeos,
que fomentaría la precariedad laboral pues el trabajador inmigrante aceptaría
sueldos mucho más bajos que el trabajador local, que las mafias que trafican
con personas se verían fortalecidas y que, en suma, era un gran disparate “legalizar”
a personas que trabajaban de manera “ilegal”.
A pesar de todo, la iniciativa se llevó a cabo y fue
calificada por la administración del PSOE como un éxito total. Era el momento del
pleno empleo, y según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)
en enero de 2005 la inmigración era la tercera de las preocupaciones más
acuciantes del ciudadano promedio. El primer puesto lo ocupaba el desempleo,
seguido del terrorismo.
En 2012 el panorama ha cambiado drásticamente. En un
contexto de desempleo masivo, de quiebras bancarias, de precariedad laboral, de
recortes del presupuesto público y de escandalosos antecedentes de corrupción,
al ciudadano le sigue preocupando el desempleo, pero también “los problemas de
índole económica”, “la clase política”, “la corrupción y el fraude”, “la
sanidad” y “la educación” (Centro de Investigaciones Sociológicas, junio de
2012). En términos generales, aunque la inmigración sigue siendo una de las
preocupaciones de los españoles, su ubicación en el séptimo lugar del barómetro
del CIS la expulsa de la agenda nacional y la convierte en uno de esos males
menores que no es necesario ni siquiera discutir.
A esto se unen los inquietantes datos del Instituto
Nacional de Estadística (INE) de los últimos meses: España comienza a
perfilarse como un país de emigrantes y la prolongada depresión económica
española desalienta la inmigración de ciudadanos no europeos. Salen más
españoles, llegan menos inmigrantes, y las condiciones económicas y sociales en
España de unos y otros colectivos se vuelven más precarias.
Es en este contexto donde el cartón de Peridis
adquiere una magnitud inquietante. Sin que se advierta de manera explícita, la
restricción de los servicios sanitarios a inmigrantes irregulares a partir del
próximo 1 de septiembre es en realidad uno de los tantos pasos hacia el
desmantelamiento parcial de los servicios sociales en España. El argumento
principal sigue siendo de índole presupuestario: puesto que el servicio
sanitario público es costoso, lo mejor es recortar en gastos superfluos. Es
decir, en la atención sanitaria a personas que no son ciudadanas del Estado
español, pues no sólo no residen legalmente sino que tampoco contribuyen a la seguridad
social.
Acusado de llevar a cabo turismo sanitario o de
emigrar por el simple y llano placer de hacerlo, el inmigrante que a partir del
1 de septiembre carezca de residencia legal en España podrá enfermar sin tener
derecho a asistencia médica, con excepción, aseguran las autoridades
sanitarias, de “situaciones de emergencia”. Para decirlo con todas sus
palabras: una patada al inmigrante pero también una patada (otra) a los logros del
bienestar español.
El hecho de que el colectivo inmigrante en España
esté sumamente fragmentado y compuesto por un mosaico de personas con
inquietudes e intereses disímbolos impide una reacción equiparable a la de los funcionarios
públicos, colectivos sindicales o gremiales. Adicionalmente, el hecho de que la
inmigración sea vista por el ciudadano promedio como un mal tolerable o, peor
aún, de incumbencia sólo estatal, expulsa de manera definitiva el debate de los
foros públicos y lo deja en manos de quien administra el Estado.
Si en los últimos años de la más reciente administración
del PSOE se llevaban a cabo redadas y retenciones en lugares públicos teniendo
como simple criterio la apariencia física del presunto inmigrante irregular
(moreno, marcados rasgos no europeos), la administración del PP da un
paso más allá y lleva a la práctica una iniciativa que no tiene por qué
sorprender a nadie en la medida en que es coherente con sus postulados ideológicos.
La inmigración ilegal en España no es un tema
sencillo y responde a una multitud de factores que escapan a las
responsabilidades o posibilidades de este Estado. Precisamente por eso,
autoridades y ciudadanos, españoles e inmigrantes, deberían discutirlo. Sobre
todo en un momento como el actual.
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