lunes, 30 de abril de 2007

El metro, el Infierno y Dante



Hace apenas un par de días el ayuntamiento en el que vivo vio culminada una de las tantas obras de infraestructura que durante estos meses hacen de Madrid un verdadero campo de batalla. Y no era para más. Los representantes del gobierno regional inauguraron las nuevas estaciones del metro de la ciudad, aquellas que se prolongan hacia el norte y que sin querer la cosa quedan a tres patadas de su casa de usted. Sí, es verdad, a un mes de las elecciones hay que ser justos con esto que huele a oportunismo electoral y premura: según los datos más confiables, con la ampliación de MetroNorte se beneficia la nada despreciable cantidad de 184 000 usuarios (incluido quien escribe esto). Además de que se potencia el uso del transporte público y simultáneamente se inhibe todo lo que acarrea el uso del privado (emisiones contaminantes, mal humor, la mala leche de los conductores, la impericia del rapaz avispado, etc., etc...).

Ante un panorama como éste, el recién llegado de allende los mares querría encontrarse con rapsodas entusiastas que canten al metro y todas sus virtudes, pero la realidad parece ser más bien otra. Así que aunque uno puede ver en los periódicos la foto de éste o aquél escritor saliendo sonriente de, pongamos por caso, la estación Nuevos Ministerios, lo cierto es que más tarde no sólo no se inspirará en ella, sino que incluso la maldecirá y la execrará porque en los vagones sólo se ven inmigrantes, muchachitos pretenciosos que con un ojo leen a Nietzsche y con el otro verifican quién observa que leen a Nietzsche, y niños maleducados. Así, de acuerdo con mis pesquisas, a los madrileños no se les ha ocurrido hacer canciones, cuentos o novelas sobre el transporte subterráneo, y ya no digamos películas o grandes exposiciones pictóricas que lo tengan como motivo principal. La impresión que me queda, pues, es que el hábitat de los madrileños es esencialmente la superficie: aunque vivan y beban en los pasillos del metro, lo verdaderamente interesante, para ellos, se encuentra en la calle.

Qué distinto de lo que ocurre en la entrañable Ciudad de México, donde uno puede escuchar, para empezar, la anécdota aquella que contaba Fulano sobre una señora que se encontraba en los vagones del metro a un conocido escritor (cuando éstos viajaban en metro) y que después de mirarlo y remirarlo se atrevía a acercarse y le decía, segura de sí misma, “Usted es el autor de Los pasos de López, ¿no?” Y el otro: “No, señora, no soy ese señor”. “¡Cómo no! No se haga usted el modesto, si bien que lo reconocí. ¡Qué cuento tan bonito!” Y al final resultaba que Los pasos de López no era un cuento y que el escritor no era Jorge Ibargüengoitia sino José Emilio Pacheco.

Pero tan pronto termino la línea anterior, se me vienen a la memoria las canciones de Chava Flores, el Rockdrigo o Café Tacuba, donde hay lugar para el desconcierto ante las novedades del transporte público, la pérdida de la amada en medio de las masas que pululan los pasillos del metro o un desesperante cautiverio que obliga a un enamorado a cruzar media ciudad a su pesar. O el mismísimo Brozo, quien antes era un rabioso crítico de los buenos modales y hasta se atrevía a cantar en uno de los dos innominados discos que grabó aquella infame estrofita: “Estoy en el metro / el metro Portales / ahí viene ya el metro / lleno de carnales... / ¡Órale!”.

El metro del Distrito Federal también ha tenido buena suerte en literatura. Ahí está Efraín Huerta, por ejemplo, quien decía que el poemínimo podía encontrarse a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del metro. Y sin que me atreva a declararlo de manera definitiva, creo que el relato más impresionante que tenga al metro como espacio central es uno de (precisamente) José Emilio Pacheco: “La fiesta brava”, donde el autor, además de jugar con el ya antiguo cambio de perspectivas, introduce una atmósfera cuasi fantástica.

Por mi parte puedo confesar que desde hace muchos años acaricio la posibilidad de una colección de cuentos sobre el metro de la ciudad de México. Como ocurre con cualquier otro remedo del mundo de la superficie (o “microcosmos”, como dirían los que saben de esto), el espacio subterráneo que ocupa el metro en toda ciudad alberga dramas y comedias de la más diversa índole. Sin embargo, el del Distrito Federal me parece uno de los más perturbadores. En él no sólo hay cantantes que desafinan, obreros que regresan del trabajo, secretarias distraídas o parejas de novios que se besan en una esquina del vagón; también hay niños que en lugar de estar en la escuela piden dinero, hay drogadictos que no han logrado rehabilitarse y suicidas. A veces, el metro de la ciudad de México me parece la sedimentación de todas aquellas personas que por un motivo u otro se van quedando al margen de todos y de todo, ya sea porque muchas de ellas no tienen dinero, o porque no tienen trabajo o porque no tienen coche. No creo que haya desamparo más hondo que el del pasajero que a las 00:20 espera en un andén solitario la llegada del último tren; ni es tanta la ansiedad y desesperación como la del que sabe que debe llegar a la estación más cercana antes de que le cierren el acceso, el servicio se suspenda y él deba quedar a merced de la incertidumbre y los peligros de la noche.

Mentiría si dijera que tengo la totalidad de esos cuentos. Lo que sí tengo, no obstante, es el epígrafe del libro:
Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’eterno dolore,
per me si va tra la perduta gente.
...
lasciate ogni speranza, voi ch’entrante.

(Dante, Inferno, iii, 1-3, 9)


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